Mientras espero que se hiervan unas papas para la cena de hoy (y evito empezar un trabajo para la maestría) me pongo a pensar un poco en lo atrapante que es ser un sobrepolitizado en la República Separatista Argentina. Incluso los gobiernos más aburridos sucumben ante la locura y el desastre que le imprimió la historia a nuestra sociedad. Navegamos el río del tiempo con un pie afuera y un pie adentro de la marcha del mundo y nos la pegamos en las bolas con las montañas de la fortuna cada vez que algo sacude el curso del mundo. Divertirse con esta suerte de esquizofrenia general que nos atrapa es un privilegio bastante único, hay que admitirlo, y también bastante distorsivo a la hora de qué esperar del futuro.
La pregunta por la normalidad argentina, por el seguro sendero histórico que podríamos empezar a recorrer para salir de esta eterna adolescencia a la que una clase política empedernida en convencerse a sí misma de que nunca jamás falló (solo fue impedida de llegar a su noble fin por los malvados de siempre) nos condenó, tiene entonces una respuesta indeterminada. Algunas personas salen de la adolescencia progresivamente, al darse cuenta de que sus hábitos y costumbres son inadecuados para un mundo que demanda más seriedad y responsabilidad. Otras no tienen ese lujo y son arrojadas a la necesidad de hacerse cargo de sí mismas de un día para el otro, sin previo aviso. Es en este segundo caso, con toda la violencia que implica, en el que creo que nos encontramos y por el que, en buena medida, dudo que haya vuelta atrás.
El “ahora sí no vuelven más” suena a una frase bastante trillada, a una predicción de macrista línea 2016 recitada en medio de una master class de Sri Sri Shankar y probablemente la sea. Hay cierta verdad en repetir como loro que la historia siempre da revancha y que “los tiros que vos tiraste van a volver”, como si no viviéramos en un constante pase de factura entre facciones con la sociedad entera como única pagadora. De todos modos mantengo mi posición y mi lectura basándome en un par de cuestiones claves.
En primer lugar, la victoria macrista no fue en ningún momento una victoria conceptual. La promesa de normalidad fue presentada ante el público como una promesa de continuación del modelo económico kuka (generoso llamar a ese engendro modelo económico, pero aquí estamos) sin la corrupción, la ineficiencia y la sobrepolitización a la que habían sometido a la sociedad. Un retorno al crecimiento infinito nestorista de dólar atrasado e industria nacional “pujante”, de pacificación de las eternas aspiraciones frustradas de la clase media y lugar en el presupuesto para los más vulnerables. La matriz conceptual del macrismo (también generoso llamar a ese engendro de ideología empresarial-new age matriz conceptual) quería creer en la posibilidad de realizar esa promesa merced a las infinitas dotes de sus cuadros técnicos. Todos sabemos cómo terminó eso. En este sentido, no creo que haya sido ausencia de deseo de dar la famosa batalla cultural lo que falló sino una falta de voluntad, lo cual nos conecta con la siguiente cuestión.
El PRO nunca fue verdaderamente un partido político, sino más bien una tenue asociación de actores circunstanciales unidos bajo la voluntad de Macri. Con esto no pretendo denostar las virtudes que tuvo como organización, sino entender la falta de idea que había detrás de la misma. El PRO carece del principio democráctico-burocrático del radicalismo y del monárquico-dirigista del peronismo. Ni siquiera adhiere al principio aristocrático-liberal del PAN, sino que compone elementos de estos tres principios clásicos de la política sin terminar de sintetizarlos en un republicanismo hecho y derecho, quedando atrapado en la contradicción de contener multitudes sin poder dirigirlas. Esta ausencia de unidad conceptual se expresó como una carencia de voluntad política a la hora de gobernar, con el agregado de haber ganado las elecciones de la mano de una coalición que explicitaba esta multiplicidad de principios sin congregarlos de forma seria. Cada principio reclamó su parte y pretendió que las cosas se hagan a su modo, dando lugar a un verdadero festival de contradicciones pragmáticas que terminaron por derribarlos a todos.
Estas dos carencia fundamentales han sido bastante subsanadas por el aparato de gobierno de Miller. La tesis política de JGM fue desde el momento cero que había que discutir los principios básicos de la concepción de la estatalidad kirchnerista, eligiendo correctamente a la inflación (y la economía en general) como el flanco débil desde el cual deshacer el -bastante sólido- edificio de elucubraciones a partir del cual lo que quedó del peronismo se explicaba a sí mismo el mundo. La enorme cantidad de hemiciclos que tuvieron que agregar a su teoría de la inflación eran tan insultantes al sentido común que hasta me daban vergüenza a mí como ex entusiasta de Deleuze. Una vez devuelta la conciencia nacional a la fría realidad de que el dinero no puede crearse por arte de magia sin pagar un costo, el paso siguiente es entender que fue la sociedad misma la que pagó ese costo todo este tiempo. La pregunta que le sigue a este planteo es: ¿Quién fue beneficiado por este costo que pagamos? Y es ahí donde entra el hermoso concepto de la casta para darle una figura transversal, policlasista, etérea y modificable al que le robó al pueblo imprimiendo dinero. Esto también le permite al gobierno hacer un uso permanente del Shibboleth que determina quién es y no es casta permanentemente. Gran artilugio discursivo utilizado por el gran propagandista nacional Parisini con plena conciencia de su carencia de límites claros. La casta, c’est toi.
El armado político de Miller tiene también muy claro que no puede perderse en las fogosas aguas de la democracia interna y carece a su vez de la historia suficiente como para entregarse a las interminables intrigas de los senados aristocráticos. Eligió el esquema monárquico de poder -con todos sus peligros- y lo ejecuta de forma clara y abierta. Los sistemas de agencia y responsabilidad están más que claros y sus ministros pueden obrar libremente dentro de un marco de objetivos delimitados por el comando central, cuya conformación tripartita no oculta que la voluntad que prima en última instancia por ser la que representa la general es la de JGM. Al dotar de autoridad a sus ministros revitaliza los brazos de un Estado debilitado por sucesivas administraciones que se esforzaron por limitar y delegar la responsabilidad del cuerpo por miedo al fracaso. Esta fuerza toma por sorpresa a una oposición que no consigue ordenarse hacia adentro porque hace rato perdió su razón de existir.
En definitiva, los dos factores que considero centrales al fracaso del macrismo como proyecto político fueron abordados con destreza por el gobierno. Sin necesidad de empezar a considerar las diferencias económicas - y el haber tenido como antecesor inmediato al gobierno de Alberto Ángel Fernández - la solidez teórica del proyecto mileiísta es incomparable a la del proyecto macrista. Este elemento es central a la hora de considerar cualquier proyecto opositor por centro, izquierda, derecha, etc., aunque dudo que sea tenido en cuenta por las geniales mentes que habitan esos espacios. La conjunción de tener la primacía teórica sobre la sociedad con un esquema claro de poder capaz de asignar objetivos, responsabilidades, premios y castigos, es algo que no conocemos desde hace mucho tiempo en estas llanuras.
Sin más para agregar por el momento, les mando un cálido saludo.