En un lapso de dos semanas Israel le asestó golpes letales al ecosistema militar iraní en el Levante. Primero volaron los beepers de Hezbollah, después los handys. Con el sistema comunicacional roto comenzaron a poner presión sobre las municiones estratégicas de los pre-mártires. Esto forzó a una reunión de la cúpula de la rama militar entrenada en la guerra civil en Siria para invadir el norte de Israel. Liquidaron esa reunión de un bombazo. Luego, como no podía faltar, occidente empezó a ponerle presión a Israel para que llegue a un acuerdo. Aflojaron los ataques a depósitos de municiones. El primer ministro israelí viaja a las Naciones Unidas, gran órgano de los perdedores de este mundo. Durante su discurso se reúnen en el cuartel general de Hezbollah, en un barrio cerrado (controlado militarmente por dicha milicia) de Beirut, Nasrallah, el secretario general y líder de la organización, junto con lo que restaba de la cúpula de comando y control bajo la impresión de que, incluso si la inteligencia israelí sabía del evento, no podría bombardear el edificio ya que necesitaría de la luz verde de Netanyahu. Para su desgracia dicha luz verde ya había sido dada antes de que comience a dar el discurso, según fuentes apócrifas, y Nasrallah se desayunó un JDAM con palta y tostadas.
En esencia, Israel liquidó en el plazo de dos semanas buena parte de las capacidades estratégicas y organizacionales de un grupo considerado como la mayor amenaza militar en sus fronteras y como relativamente empatado en términos de poderío militar con las IDF. No solo logró eso, sino que terminó de humillar al régimen iraní, el cual ya había perdido mucha cara (lost face como dirían los chinos traducidos al inglés) con el asesinato en una casa de huéspedes del régimen hace unos meses de Ismael Haniyeh, líder del ala política de Hamás. Este evento dió lugar a una comiquísima escena de los ayatollahs amenazando cada semana que iba a haber una contundente respuesta en venganza al asesinato que nunca ocurrió. Quizás la venganza haya sido entregar a Nasrallah quien, después de 40 años de trabajo al servicio del régimen, debía tener pendiente una importante suma como indemnización por despido. Vieron cómo son los laboralistas islámicos…
Lo relevante de estas minucias empíricas es que estamos viendo algo muy extraño para los “occidentales”: una potencia decide no tolerar la incesante tirada de oreja supranacional y utiliza los medios a su disposición para ganar. En un acto casi criminal, inhumano, etcétera etcétera etcétera, Israel puso los derechos humanos de sus habitantes (sesenta mil desplazados por el bombardeo constante desde el 8/10/23 de casi 8000 misiles) por sobre los de los escudos humanos que sus enemigos ponen sobre sus cabezas. Demencial, lo sé. Todos estamos de acuerdo en que antes de hacer alguna acción que parezca mala y desagradable ante los ojos de las bellísimas almas del mundo civilizado hay que dejarse asesinar. El problema no es solo que la victoria tenga que cargar sobre sus espaldas el doloroso costo de las maldades cometidas en su nombre sino, primera y fundamentalmente, tiene que explicar cómo osa hacer perder al rival. Triunfar es injusto en virtud de su total y absoluta exclusión de la otredad que requiere. Es un acto de imposición de una voluntad etnocarnofalofonologocentrista sobre la pasiva cuerpa del indefenso subalterno. Que este subalterno haya asesinado o violado a un par de cientos de miles de sirios hace cinco minutos es bastante irrelevante para el análisis.
El conflicto de medio oriente evidencia un choque entre mundos radicalmente diferentes. La conciencia occidental, asqueada de las atrocidades que sus sistemas políticos pueden cometer de ser dominados por una voluntad activa (sí, Hitler, aburrido pero relevante), encontró como solución a sus culpas evitar que cualquier voluntad pueda hacer al Leviatán un actor efectivo y decisivo. Que se fume una buena seca y se relaje, total la naturaleza ya fue conquistada y el resto del mundo no le llega ni a los talones. Privilegios de haber olvidado la brutal realidad que la fragilidad estructural de cualquier organismo evidencia: hasta el microbio más insignificante, de atacarlo con la guardia baja, es capaz de destruirlo. El Estado judío no tiene esa paz mental que vuelve a las almas bellas tan generosas en sus concesiones al Otro y tan cruentas en sus condenas a los pequeños males que conlleva sostener grandes bienes. Esto se traslada casi perfectamente a situaciones más locales, pero eso es tema de otro artículo. Hay que aprender también a pensar en grande o te comen los piojos.
Los islamistas radicales, por el otro lado, no cargan con la pesada herencia de ser medianamente conscientes de las atrocidades que cometieron a lo largo de la historia. El espíritu racial y religioso que los anima los deja seguros de su destino manifiesto a eliminar de la faz de la tierra a todo aquello que no se les parezca. Una divertida suerte de fallido test del espejo bélico en el que el animal, incapaz de reconocer en el otro una imagen suya, se desespera por destruirlo al sentirse atemorizado para terminar pegándosela una y otra vez. Sería más cómico si no fuera por que los tipos prenden fuego aviones en el camino.
Ganar es, entonces, una tragedia universal que no puede permitírsele a ningún Estado medianamente serio, solo a quienes no están lo suficientemente civilizados como para entender que ganar está mal. Sus victorias solo deben ser pírricas, caminos a medio andar, varas que se van moviendo en una interminable serie de pequeñas batallas cuya guerra u objetivo primordial no puede siquiera ser descrito. Esa es la genialidad del esquema político progresivo (pues todo se trata en última instancia de putear progres): el trabajo que propone es infinito y su única vara es quizás la total y absoluta igualdad de los seres humanos. Tus militantes no tienen, de este modo, momento alguno para descansar ya que la victoria es imposible. Se anotan, como trotskistas empedernidos, a un modus vivendi que los destina a la insatisfacción permanente. ¿Qué diría Freud? Desde ya que dicha igualdad es inalcanzable en tanto implicaría un mutismo inalterable de las condiciones sociales, una igual sumisión al poder colectivo que distribuye igualmente los bienes y honores. Como persona estructuralmente divergente es algo que inevitablemente me repugna aunque entienda a quienes esta utopía los seduzca. La muerte del alma y el espíritu siempre atraen a quienes no pudieron hacer nada con el milagro de sus existencias.
Por hoy voy a dejarlos acá aunque seguramente vuelva sobre este tema unas cuantas veces más. Tiene demasiadas aristas y soy demasiado poco organizado como para exponerlo correctamente en un libro. Aparte aunque lo hiciera no lo leerían, no engañan a nadie.