Este viernes 11 de abril el equipo económico anunció la salida casi total del cepo cambiario, gracias a la capitalización del BCRA permitida por créditos del FMI y otros organismos internacionales. El dólar pasará a flotar dentro de un esquema de bandas muy amplias, habiendo 40 % de diferencia entre piso y techo en un comienzo y ampliándose las mismas en un 1 % mensual en ambas direcciones. Las consecuencias económicas de este acontecimiento histórico son bastante difíciles de minimizar: la libertad de ahorro, la normalización del mercado de cambios, la baja del riesgo país, el retorno de inversiones tanto locales como extranjeras, la salida del estancamiento económico, etc. Todas estas cuestiones y muchas otras más seguro las aborde mejor algún economista con ganas de ver los mismos gráficos 20 veces o de citar papers apócrifos que quizás hayan ganado algún nobel. Por lo pronto yo quiero dedicarle esta pequeña carta de despedida, en un tono más serio que de costumbre, al cepo cambiario hablando de la brutal vergüenza que implica la restricción del mercado de cambios para un país y su población.
Inflación
La moneda es la sangre de la república. Es aquello que representa nuestros esfuerzos día tras día tras día, el objeto en el que el tiempo de todos los ciudadanos se cristaliza y que, a través de él, es reconocido por el resto de sus compatriotas. Dos hombres de un mismo país pueden, sin importar sus orígenes, sus costumbres, sus credos, comunicarse más perfectamente a través de la moneda nacional que de la mismísima lengua. Las palabras son polisémicas, confusas, engañan, mientras que una unidad monetaria siempre significa una unidad monetaria. La masivización de las monedas fiduciarias, en las que el Estado nación actúa como garante de los valores que representan esas monedas, significó un salto de cualidad en las relaciones entre los hombres. Dos personas que aceptan la misma moneda fiduciaria comparten una misma fe, siendo la misma en este caso la fe en el valor de la palabra del Estado y su rol central en la constitución de la nación. El dinero fiduciario acarrea de esta forma, consigo, un elemento civilizatorio enorme, pero con un riesgo de magnitud similar y contraria. Si el dinero representa la fe en el Estado, la destrucción de su valor representa paralelamente la destrucción de esa fe. Los valores de una nación, la forma en la que la misma representa una Verdad última para sus ciudadanos, un fin por el cual morir, fluctúan junto al precio de su moneda. No es, desde ya, el único factor que ordena la relación de los ciudadanos con su Estado pero sí, por su rol central en lo que hace a la vida social dentro de la ley, es de los más eminentes.
Es así que construir una nación es, en buena medida, construir su moneda, mientras que, también, se puede destruir una nación destruyendo su signo monetario. Esta destrucción no es ni más ni menos que la inflación, correctamente entendida como la pérdida sostenida y consistente del valor del dinero. Un ciudadano vive la inflación como un engaño continuo de la sociedad hacia él, en el que siente que sus compatriotas lo engañan día tras día con los precios, se aprovechan de su buena voluntad y le arrebatan el fruto de su arduo trabajo. Esta pérdida de confianza social lo lleva a buscar explicaciones desesperadas, complots oscuros, actores malvados, lo que sea antes que aceptar que el propio Estado, la propia nación que lo protegió y le dio un sentido, ahora lo está engañando de forma tan vil e innecesaria. El engaño del impuesto inflacionario destruye de esa forma los lazos sociales, individualizando al ciudadano al volverlo incapaz de confiar en su comunidad más cercana, fomentando su paranoia.
Restricciones cambiarias, el cepo
Si la inflación es la degradación de la palabra del Estado para con el ciudadano, la restricción draconiana a los flujos de capitales constituye la degradación última de la palabra del Estado ante el mundo. Esta restricción, conocidas como cepo cambiario, fuerza a la nación a decirle al resto del planeta que en verdad debe vivir engañando a su propia población para que la misma no entienda las consecuencias de su irresponsabilidad. El cepo adviene, por lo general, como consecuencia terminal de la falencia política de los Estados inflacionarios, los cuales destruyeron el valor del propio signo monetario al punto de volverlo inconvertible a signos extranjeros. La palabra de la nación está tan débil que aceptar su debilidad puede implicar romper el entramado mismo sobre el que se asienta la sociedad, llevarse consigo al gobierno y traer el caos.
Es así que el Estado, incapaz de soportar políticamente las consecuencias de un sinceramiento cambiario, elige romper su relación monetaria con el mundo antes que hacerse responsable de sus fracasos. Si la inflación engendra paranoia y desconfianza, lo que conocemos como cepo engendra vergüenza: el saber que la propia nación es incapaz de mirar al resto de los pueblos del mundo a los ojos. Los tipos de cambio paralelos, las dificultades de acceso a los mismos, las mil y un gestiones necesarias cada vez que un ciudadano quiere realizar cualquier actividad con una contraparte del exterior, le hacen evidente esta humillación relativa.
Mientras que el engaño de la inflación es ocultable con discursos, la brutal realidad del cepo golpea en la cara a todo aquel que tenga casi cualquier género de relación con el exterior. La risa socarrona o la expresión incrédula que despierta en cualquier persona ajena al país cuando se le describe el estado de la cuestión cambiaria le hacen sentir al ciudadano en carne propia el chiste en el que su patria se ha convertido. Aunque no entienda la razón por la que esto pasó, aunque le siga creyendo a quienes generaron esta vergüenza en la que vive, siente en sus huesos la necesidad de un cambio. Más allá de perder una guerra, existen pocas cosas más desmoralizantes que un cepo cambiario a la hora de pensar el valor del propio país en relación con el resto.
La salida
Es por esto que la salida del cepo cambiario en Argentina constituyó el primer paso decisivo hacia la salida de la humillación histórica con la que se redujo a este país a su mínima expresión. El peso dejará de ser, de ahora en más, un instrumento reducido al intercambio minorista y circunstancial, cuyo valor el ciudadano entendía de algún modo u otro como ficticio. De a poco, se dejará de sentir al país como un gran globo lleno de mil y un parches a punto de pincharse de forma definitiva. Faltan años para la total normalización y el consecuente catch up económico a la región, pero al menos en nuestra pobreza relativa podemos mantener ahora frente al mundo nuestra dignidad, el valor de nuestra palabra y la certeza de que la misma seguirá valiendo por mucho tiempo más.
El haber necesitado de ayuda extranjera para lograrlo empaña en menor medida el acontecimiento, pero la reacción correcta frente a este punto no consiste en llorar por la toma de deuda, sino entender su necesidad, la utilidad de la misma, y no traicionar la confianza de quien nos tendió una mano para ponernos de pie. Quienes quieren ver a este país arrodillado naturalmente buscarán escupir esa mano en cada ocasión posible con tal de que nos volvamos a quedar solos y a su merced. Ese desagradecimiento, escondido bajo un falso velo de nacionalismo, no es más que la representación de una facción adolescente, peleada con el mundo y la idea misma de responsabilidad, incapaz a su vez de reconocer que esta falta de compromiso con la propia palabra nos llevó por este sendero. Ahora que volvemos a poder ver al resto de las naciones a los ojos, que podemos, casi completamente, decir que la palabra de nuestro Estado vale lo que dice que vale, no tenemos que olvidar las lecciones aprendidas a lo largo de 100 años de progresiva desaceleración y estancamiento, en el que fuimos llevados adelante por la inercia territorial del país y el avance tecnológico extranjero.
Por esto mismo no me gusta tanto el aspecto del discurso oficial que versa sobre el haberse vuelto finalmente “buenos alumnos”. Justamente lo que se hizo no fue el estudio de un chico, la tarea de un estudiante, sino la convicción de alguien que por fin pasa a la adultez y decide hacerse cargo de su destino, haciéndose a su vez cargo de su pasado. La referencia al estudio, como si hubiera para las naciones comisión evaluadora alguna más que la historia, minimiza la relevancia del sacrificio nacional que atravesó todo el proceso y la pericia técnica que este, también, requirió. La salida del cepo es en casi el mismo grado una cuestión económica como una cuestión de dignidad nacional, por lo que el acto en sí no tiene que ser equiparado con una tarea juvenil. Este pararse y tomar responsabilidad por uno mismo implica también ser azotado por los vientos que acechan en las cimas de la realidad. Es empezar a volver a entrar en la lucha entre las naciones en lugar de estar acurrucado en un rincón quejándose de la injusticia de que existan pueblos fuertes y poderosos mientras que uno es débil y pobre. Esta vuelta a la pelea requiere también de una población consciente, al menos de forma parcial, de los peligros que acechan en el mundo y de los sacrificios necesarios para hacerles frente. La flotación cambiaria no es solo una cuestión monetaria sino también de autoestima colectiva, de la capacidad de entender por parte de los ciudadanos que luchar en el teatro del mundo implicará por momentos perder, pero que dichas derrotas son condición necesaria para, en un futuro, poder ganar. Para ello es fundamental no infantilizar a la propia población, ni a ella ni a la central tarea del gobierno y el Estado.
En conclusión, estoy lejos del lado de los que se lamentan en esta hora de fiesta nacional. Vivo estos días con una gran alegría, siendo consciente de que esto es solo el comienzo de los desafíos que se yerguen frente a nosotros. La dignidad no es tanto un derecho como una conquista, solo asequible luego de múltiples riesgos y desafíos. Parafraseando a Churchill, elegimos la indignidad del cepo antes que aceptar la guerra que nos planteaba la realidad, para aún así llegar de todos modos a esa guerra que intentamos evitar. Hoy empezamos a revertir colectivamente esa decisión. Desde estas líneas no puedo sino agradecer al equipo que lo hizo posible y transmitirles mis mejores deseos para los desafíos que vamos a tener en frente como nación. Sigan sin ceder ni un milímetro frente a quienes solo quieren volver a vernos en el lodo.
lo mejor que escribiste, loko. vamos Argentina!