Ofrecer herramientas conceptuales para abordar el presente histórico es una tarea hercúlea. Las principales teorías, repetidas hasta el hartazgo en los circuitos oficiales educativos, suelen ser ineficaces a la hora de siquiera explicar los eventos. Si hay un aspecto en el que las ciencias del hombre se han desarrollado en todos estos años es en la recopilación y el análisis de datos. El dato se ha convertido en el noble ladrillo del edificio teórico contemporáneo, del Weltanschaaung cientificista capaz de darnos una respuesta tranquilizadora. Extraído, purificado, cuantificado, comparado y analizado por inteligencias humanas y no humanas, por algoritmos matriciales capaces de encontrar correlaciones n-dimensionales entre los elementos más disímiles, la ciencia de los datos se ha convertido en nuestro pequeño órgano social de verdad. Lejos estamos, desde ya, de aspirar a las grandes verdades universales que otrora prometieron los grandes pensadores históricos. Somos más humildes y, en nuestra humildad, encontramos nuestro poder. Es esta sociedad sin dios ni dioses la que atravesó la tropósfera, la que profanó la luna y envió objetos producto de manos humanas más allá de lo que la mayoría de los seres humanos siquiera podían concebir hace 100 años. Abandonadas las ideas de la razón y entregados los poderes del hombre al infinito esfuerzo del entendimiento es que la naturaleza yace como una mujer sumisa expectante ante nuestra sed de conocer hasta sus últimos detalles. Entregados a la conquista del mundo, comprometidos a no explorar el oscuro mar de la razón más allá de lo que la decencia permite, es que nacemos, crecemos, vivimos y morimos en un mundo desacralizado.
Sin embargo, el paraíso del entendimiento no parece presentársenos a los hombres como tal. Si hemos de dar crédito a los más revoltosos de entre los nuestros, llamarle paraíso sería una grotesca inversión de la vida humana actual. El reino del capital no sería más que una triste entrega a la esclavitud asalariada o a una conciencia desdichada incapaz de encontrar por vía de consumos suntuosos la libertad o la autorrealización. La guerra sigue sin ser desterrada del globo, la enfermedad azota continentes enteros e incluso los pueblos más ricos de la historia humana se niegan a procrear. La semilla del desastre parece estar sembrada en todas las comunidades, la destrucción estar a la vuelta de la esquina y las vidas humanas girar entre los extremos de la desesperación más patética y la voracidad más desalmada. La dicha, consecuencia natural de la mejora moral y económica del mundo, pareciera escapársele a todos aquellos que nos rodean, como si el amor de Dios estuviera retirándose lenta pero inexorablemente de la faz de la tierra.
La ironía de que el hombre en su momento de máxima gloria y poder sea incapaz de encontrar satisfacción alguna a sus deseos más profundos y sufra al saberse impotente se vuelve así el tema central de nuestra época. El arte políticamente por el arte se deshace en su perpetua huida del sentido. La seriedad, o su intento, son casi tan vulgares como el incesante recurso a la comicidad. La ironía como género que destruye al mundo anticipa un mundo dispuesto a morir.
Quien muere siempre muere por el otro. En este caso el mundo se dispone a morir por el horror ante la razón. Ante la acción. Ante la posibilidad de que la moral se erija como faro inobjetable del comportamiento e inunde de luz la oscuridad de los opacos datos, señalando un camino hacia el futuro. Todo compromiso con el futuro requiere de un presente que acepte en sí la infinita responsabilidad de la agencia. Que acepte en sí la verdad inobjetable de que la inacción es también una elección tan culpable como su contrario. El estado de la cuestión es que cargamos sobre nosotros la demanda histórica de crear la Razón de nuestra época y también tenemos los medios para hacerlo. Fallar no es ni más ni menos que renunciar a la responsabilidad histórica que las generaciones pasadas nos legaron.
Pretendemos, con esta pequeña introducción, delinear los fundamentos de un trabajo de años, décadas quizás, que tenemos por delante. Crear un sentido, hacerse cargo de su nacimiento, su crecimiento, su infinita reproducción y mutación, es un trabajo divino que acarrea consigo una recompensa de igual magnitud. No es nada más ni nada menos que parte de la misión redentora del hombre sobre la naturaleza y del lector sobre los hombres. Todo sentido, toda idea, acaba en algún momento, pero nunca termina verdaderamente hasta dar lugar a una que la supere, que nazca desde su vientre y con su luz cambie el mundo. El campo de juego es esta perpetua transmigración del alma que llamamos Historia y nos proponemos atravesar.
Puntos centrales del Trabajo:
1. Solo la Idea podrá salvarnos y la Idea es hija de la Razón.
2. La Razón es totalidad. No hay explicación parcial aceptable sin que mire al todo de alguna forma. La naturaleza se subordina a la Razón.
3. El objetivo de la Razón siempre es la Acción. No hay totalidad neutral al devenir del mundo. El pensamiento exige, en virtud de su perfección, realizarse.
4. La Acción, por su vínculo indisoluble con lo absoluto, genera permanentemente el Bien y el Mal. Cada segundo es un desafío para el alma.
5. El Error no solo es necesario sino es deseable, como prueba fehaciente de la Acción del hombre.
6. La moralidad que genera la Acción del hombre sirve como aliento del Estado. No hay autoridad sin ser humano. La institución no es nada sin el Bien.
7. El Estado, como toda Idea, debe morir. No es por sí mismo un principio inmutable e inmune a la destrucción creativa del pensamiento.
8. El Estado crea hoy en día la Historia.
9. El Estado dejó de crear hoy en día a la Historia.
10. La Acción del futuro es Económica.
Dios mio, esto es más horroroso de lo que creí: un filósofo hegeliano.
No, mucho peor. Hegel Is back.