Érase una vez un mundo con un muro de contención gigante para evitar que los ciudadanos de la mitad de una ciudad pasen a la otra mitad. Un día cayó el muro y el arbitraje poblacional dejó muy mal parados a muchísimos profesores universitarios de humanidades y ciencias sociales. Un desastre por donde se lo mire. Como soy un amante de las letras, pero por sobre todo un amante de los letrados, nunca acepté del todo la humillación histórica de la République des lettres. Solo está derrotado quien deja de pelear y cómo vamos a dejar de pelear si la inevitabilidad histórica del comunismo está inscrita en el seno mismo de nuestra constitución como seres humanos. El capitalismo, o el capital, quién sabe la diferencia, es un sistema ideológico cruel y desalmado que opera extirpándonos aquello que nos es más propio, nuestra actividad esencial, nuestro trabajo, para darle adenocromo a nuestros overlords judeo-reptilianos. La revolución es un imperativo categórico, moral, cuando nos encontramos en un sistema completamente alejado del derecho natural, de las buenas costumbres que nos dieron tantos años de civilización humana. Vivimos en el peor de los mundos posibles y hay que salir de él.
Me gustaría seguir con los eslóganes pero ya es un poco inmoral divertirme tanto y tengo que pasar al asunto. Retomando. Cayó el muro, los grandes poderes explícitamente comunistas del segundo mundo dejaron de representar una amenaza fáctica al capitalismo “tardío” y parecía que nos encaminábamos a una era de paz y adminsitración. Tales sueños de progreso se vieron truncados por una realidad reacia a las predicciones optimistas. El comunismo desde hace unos cuantos años es algo bastante cool trendy chic al punto de ser la ideología dominante entre la juventud que queda interesada en la cuestión pública tanto del viejo continente como del nuevo. Imaginate tener 18 años y ser un ordoliberal obsesionado con el balance de las cuentas públicas y la aplicación efectiva de la ley: alto loser. El comunismo no puede morir porque siempre va a encontrar personas sensibles que respondan a su llamado y va a encontrar a estas personas porque en el núcleo de su llamado hay una reivindicación humana fundamental. La igualdad no es una fantasía de niños ingenuos ni una masturbación de intelectuales ociosos sino la enunciación del punto de conflicto central entre el Estado y el nuevo mundo económico que da a luz. El lector asiduo de estas entradas podrá encontrarse un poco confundido frente a esta dignificación del reclamo zurdo empobrecedor por parte del autor. Estará tentando a preguntarse: ¿Acaso no eras un talibán de la economía vos? ¿Un traidor a la clase intelectual previamente mencionada? A ese lector solo debo pedirle paciencia frente a mi predilección por los giros retóricos.
La igualdad es el centro del eje cartesiano que anima a las miles de variantes de comunismo-socialismo que pululan por el universo de la acción política. Este centro articula a facciones tan disímiles como células jihadistas y parlamentarios europeos obsesionados con regular la IA. La razón por la que una idea tan demodé puede tener tanto poder es sencillamente porque señala a una contradicción —aparente o no, veremos— en los términos en los que el Estado se describe a sí mismo y con los que actúa en el mundo. El fundamento de la legitimidad de los Estados modernos es la igualdad jurídica de los ciudadanos entre sí. Esta igualdad conlleva un cierto derecho (más o menos expansivo de acuerdo a qué autor se le pregunte) que antecede al Estado como tal y que funda la pretensión de autoridad del mismo. Originalmente en la mayor parte de las sociedades, el principio organizador del ser social —el ser supremo o la divinidad de cada pueblo— infundaba al Estado o persona gobernante de legitimidad y la traslación de ese fundamento religioso al plano terrenal justificaba el conjunto de derechos y obligaciones recíprocas entre los ciudadanos y el Estado. El fundamento era exterior al cuerpo jurídico y utilizaba a la cabeza de éste, al Soberano, para ingresar y llegar a cada uno de sus miembros. El pasaje de este modelo top-down de la autoridad a un modelo bottom-up, en el cual la conexión con Dios reside en el alma de cada uno de los creyentes y por ello tienen cierto derecho sui generis independiente de la estructuración social que habiten, implica un cataclismo teórico monumental. De ser el Soberano una encarnación del principio absoluto pasó a ser un mero intérprete privilegiado. Esta limitación del estatus teológico-universal del Soberano lo racionalizó, lo obligó a limitar sus excesos y a seguir la ley natural, paradójicamente extendiendo enormemente sus poderes terrenales. El sistema político se convierte mediante su sumisión a la igualdad cristiana en un verdadero sistema, es decir, una maquinaria que deja de depender de la voluntad buena o mala de sus partes integrantes que culmina en la idea de propiedad como principio de organización de lo real. Esta sistematización del poder y la autoridad ordenaron las fuerzas sociales, anteriormente desperdiciadas en corrupciones varias, eficientizando los cuerpos políticos que supieron subirse a la ola.
La igualdad es, entonces, el fundamento teológico tanto del Estado moderno como del capitalismo derivado del mismo. La idea misma de propiedad depende del principio de igualdad de aspiración humana para llegar a realizarse en el mundo. Sin ello solo tenemos tiranos cuya existencia —incluso meramente potencial— destruye las frágiles condiciones históricas para la ejecución de acciones económicas genuinas. La breve respuesta que provee Hegel en la fenomenología a la pregunta de por qué Roma no logró llegar al modelo capitalista, por ponerlo de cierto modo, es precisamente que en ella no existía un contrapeso lo suficientemente fuerte al Soberano como para evitar que el mismo se abalanzara sobre la propiedad de sus ciudadanos impunemente. Necesitaban todavía pasar por el cristianismo y llegar a inmanentizar la divinidad: la igualdad teológica, la presencia de la huella divina en cada uno de los hombres como las creaturas privilegiadas de Su mundo, cumple esta tarea.
Ahora bien, la prédica marxista señala con razón que esta igualdad no es más que de iure y dista mucho de ser de facto. Un sistema rígido de derechos de propiedad entendidos estrictamente y con transmisibilidad hereditaria va a terminar, incluso sin mediar ningún género de acción ilegal o que atente contra las condiciones del Estado, en una multiplicación de la desigualdad material. Algunos hombres, luego de años, tendrán el poder de mover mares y montañas, mientras que otros a duras penas lograrán conseguir lo mínimo indispensable para ser un miembro digno del cuerpo social. Esta contradicción entre la igualdad jurídico-teológica y la desigualdad material derivada de ella (toda la teoría de la plusvalía es bastante accesoria a esta intuición inicial y por ello se encuentra bastante en desuso para la mayoría de los comunistas de bien) es la fuerza motriz del comunismo contemporáneo y no se irá a ningún lado por mucho tiempo. Lo divertido del asunto es que la gran utilidad de los Estados comunistas consistía en mostrar empíricamente el modo en que este género de argumentación e hiperfijación en la desigualdad material derivaba en la necesaria e inmediata destrucción de la igualdad teológica que sirvió como motor histórico de contención de los Soberanos. Para revertir la desigualdad material es necesario e indispensable romper con la dignidad humana y destruir en primer lugar la igualdad jurídico-moral. Convertir al mundo de ciudadanos en un mundo de esclavos. Este mundo de esclavos repugna tanto a la razón y al sentimiento moderno que no puede ser mantenido más que en pueblos brutalmente atrasados o pueblos atravesados por humillaciones históricas indecibles por sus gobernantes. Este segundo caso es el más relevante para las naciones occidentales porque ilustra precisamente el motivo de la vigencia del comunismo en sus interiores: la respuesta a la depresión colectiva no es ni más ni menos que el suicidio moral colectivo a través de la eliminación de la igualdad jurídico-teológica.
La violación de la ley natural por parte de los gobernantes, sus excesos y crímenes, vulneran la percepción por parte de los ciudadanos de estar viviendo en un régimen de igualdad moral. La inexistencia percibida del derecho los vuelve inmediatamente en contra de la distribución dada de los bienes humanos y los atrae al comunismo como modo inmediato de subsanación de la percibida falta de igualdad moral. Esta solución luego se muestra como una continuación de la anterior tendencia de degradación política, ya que su realización plena termina de eliminar el fundamento moral de la igualdad que se buscaba restaurar, en tanto que la eliminación de la desigualdad material requiere de una sumisión absoluta a los designios del Soberano por el origen natural de la desigualdad material. La cura es inevitablemente peor que la enfermedad que intentaba tratar. La desigualdad material, entonces, no es un problema lógico per se dentro de las sociedades modernas (como sí lo son la injusticia o el hambre), sino que su relevancia en la mente de los ciudadanos es solo un síntoma de la pérdida de legitimidad del conjunto del sistema. Esta pérdida de legitimidad puede advenir por un sinfín de motivos, desde la corrupción de todo el entramado de funciones públicas a la derrota en la guerra. Lo central es que siempre viene primero el cuestionamiento interno del orden moral del Estado y solo recién surge como explicación demagógica el cuestionamiento del orden material.
Una conclusión de este planteo es que el mayor interesado en mantener la probidad tanto real como percibida del Soberano es el propio mercado, bien entendido, ya que su supervivencia depende íntegramente de la continuación de la legitimidad del Estado. Quizás la tarea política de esta generación sea el desarrollo de mecanismos más efectivos de control del accionar estatal por parte del mercado más allá de las valuaciones de la deuda pública y demás acciones económicas (como el nivel de empleo). En lo que respecta a las cuestiones humanas ningún sistema es perfecto ni por asomo, pero recién comenzamos a entender los detalles detrás del desarrollo de los Estados modernos y siempre se pueden intentar ajustar algunas tuercas por aquí y por allá.